14 junio, 2006

William Blake / Dead Man by Wakan

Blake, el poeta, era un visionario, un místico y un reivindicador de lo instintivo como fuente espiritual, como nuestro lado más puro. Esas ideas tan radicales sobre el sexo le hacen único y discordante, no sólo en su época sino también en la actual, dado que a pesar de que ahora se acepte o se aliente lo sexual no va acompañado de ese aspecto espiritual y profundo con el que lo veía Blake. Su visión es justo la opuesta a la religión cristiana (y otras...): el sexo, lo instintivo en general es el bien y su represión y satanización es el mal. Sus versos son simbólicos, potentes, llenos de imágenes y de ideas sorprendentes, con sugerencia alargada y aire legendario. Cuando las leyendas son la esencia de la historia, su punto más auténtico. Por ejemplo estas líneas de “el matrimonio del cielo y el infierno”: “Sin contrarios no hay progreso. Atracción y repulsión, Razón y Energía, Amor y Odio son necesarios a la existencia humana... 1 El hombre no tiene un cuerpo distinto de su alma; el así llamado cuerpo es una porción del alma que los cinco sentidos, principales antenas del alma, perciben./ 2 Sólo la energía es Vida y procede del cuerpo; la razón no es más que el confín o circunferencia exterior a la energía./ 3 La energía es la delicia eterna... El elemento represivo o razón usurpa el lugar del deseo y se constituye en guía de quien no acierta a querer... La historia de esto se halla escrita en el paraíso perdido, donde el Tirano, o sea la Razón, se llama Mesías”. Y de “Proverbios infernales”: “El camino del exceso conduce a la sabiduría... La prudencia es una rica, fea y vieja solterona cortejada por la impotencia. Aquel que desea pero no obra, cría pestilencia... Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz”.

Melodia de afilador


Melodia de afilador

Al principio no fue Dios. Ni tampoco el Verbo, ni la imagen de los dioses, ni el fuego. La humanidad surgió del filo de un cuchillo. Nació en un filo de sílex, en una lasca de piedra viva o en una simple caña rota: allí encontró la humanidad su identidad primera. El primer paso hacia la luz de ese animal que llamamos hombre lo dio con sus manos. En el brillo solar de una hoja viva se le apareció la medida de todas las cosas, como en un encantamiento. Aquella fue su primera imagen de dios.

Así descubrió su medida en el mundo, la primera unidad; la que definía su lugar en la Tierra. La unidad obtenida a partir de lo infinito, del Todo. El Todo quedaba a partir de entonces dividido en partes o por la mitad. Todas las partes que componen lo inalcanzabable y lo minúsculo. La esencia de la divinidad. El cuchillo-dios fue arma y herramienta. Instrumento divino que lo diferenció para siempre de los otros animales.

El cuchillo abrió su mente a la luz cuando vivía sumido en el miedo y en la oscuridad. Extraña lobotomía que abría su mente en vez de cercenarla: ahora el lobo lo temía. El cuchillo marcó el fin de la hegemonía ejercida durante millones de lunas por otros animales más feroces que él. Y las otras fieras vieron aparecer un enemigo formidable en aquel mono bípedo que les podía hacer frente con mayores garantías que cuando se les enfrentaba armado con palos y piedras; porque desde aquel instante, con aquella unidad de medida – esa primera noción de la divinidad- que le confería el cuchillo tenía en sus manos el poder de un dios. A partir de ese instante pudo atacar a las otras bestias ordenadamente. Y se apoderó de sus territorios y prosperó junto a los suyos en las riberas de codiciados cursos de agua. E imponía su supervivencia a costa de la supervivencia de otras fieras.

Pero no fue dios padre ni fueron dioses paganos quienes le dieron aquel primer cuchillo. Aquel presente fue un don caprichoso de la naturaleza, la única diosa que merece universal respeto. Rhea. Lilith. Abraxas. Isis. Shakti. La Tierra. La misma que dicta las leyes de la vida y la muerte. La que rige en eso que milenos después aquel mono desnudo llamó amor.

En las religiones monoteístas no puede entenderse la divinidad sin referentes morales, pero para el dios Cuchillo no había espacio para el Bien y el Mal, entre el Bien y el Mal, porque entre el bien y el mal estaba su luz. El dios Cuchillo da la vida y trae la muerte. El dios Cuchillo llegó al hombre de la mano de Chaitán, el ángel dioscuro, emisario de la Gran Diosa Madre. El gran Pan de los primeros aqueos. Ellos lo representaban como un demonio de patas caprinas. Demiurgo: mitad hombre y mitad animal. El músico poeta. El peregrino equidistante entre el Bien y del Mal y muy por encima de ambos. La idea del bien y del mal llegó mucho tiempo después, para justificar las abominables acciones u omisiones de los sacerdotes judeocristianos y sus amos guerreros. Los mismos que con el tiempo llamaron Satán al ángel oscuro. Y Satanás. Y Luzbel. Y Lucifer. O también Lilith en su primera encarnación femenina a la Gran Diosa oscura. También le nombraron Abraxas, el hermafrodita. Padre y madre a la vez del árbol de la ciencia y de la serpiente que lo habitaba. Este mito fundacional que todas las religiones indoeuropeas han evocado -precediendo la llegada de los crueles dioses patriarcales y asociado al Mal- era un simple cuchillo. El cuchillo que corta, el instrumento que dio al hombre la primera medida de todas las cosas. El mensajero de la vida y de la muerte. Juez último del amor, verdugo del llanto. Un orden divino, por humano, nacido de las tinieblas del Caos. La primera Ley que aún hoy rige el destino de los hombres se implantó y floreció sobre la muerte de otros seres vivos, animales y vegetales. Sobre la muerte de otros humanos: menos inteligentes, menos crueles, más inseguros. Una fuerza secreta e incontenible que extendió sobre la Tierra un nuevo orden dioscuro: el mismo orden que aún hoy nos gobierna. Matar o morir: el dilema ancestral.

Que nadie se extrañe ya del éxito de los fascismos durante el desquiciado siglo XX de nuestra era; durante los tiempos modernos regidos desde el simulacro: en el fascismo, en el nazismo subyacen los orígenes del dios Cuchillo. La identidad profunda que hizo de la bestia un humano. Del único, del otro yo, por encima del bien y del mal. Nada de ‘banalidad del mal’ ni monsergas edulcorantes. Heidegger se sometió con toda su inteligencia a la llamada del dios oscuro. El escepticismo visceral de Céline también cayó en la atracción este abismo. La altivez Jünger, al igual que el misticismo de Otto Rhan, hierofante contemporáneo de la búsqueda del Grial, que se suicidó –o fue suicidado- cuando descubrió que también él había contribuido a liberar la bestia. En la ceremonia de incorporación a las SS, los elegidos recibían la daga sagrada, decorada con el águila y la cruz gamada. No es casual que el irresistible ascenso de Hitler tuviera su punto álgido en ‘La noche de los cuchillos largos’. Como punto sin retorno inmediatamente posterior a la noche de ‘los cristales rotos’, equivalente del paso del Rubicón para Julio César y de la ‘noche triste’ para Hernán Cortés. Aquello se tradujo en el exterminio de los correligionarios nazis más feroces y menos crueles, más pobres y menos puros. El cuchillo liquidó a los escrupulosos; los puso en su sitio. Una vez más. la bestia se manifestó con el brutal sacrificio de la inocencia, una constante de todas las religiones occidentales. Con el ritual del sacrificio. La ceremonia constante, de Abraham a la última santa misa oficiada en la parroquia de tu barrio, pasando por los mayas y los cartagineses. Al fin y al cabo, los fascismos no eran sino una invocación telúrica colectiva, una sugestión generalizada que desembocó en la materialización inhumana de olvidados instintos animales; en la encarnación colectiva de miedos latentes que afloran en momentos de desgobierno y caos. En el auge de los fascismos no cabe sino interpretar una vuelta monstruosa a lo natural. El lobo caza al cervatillo. La leona devora la gacela. El imperio aplasta a las tribus dispersas, aunque hubiera más guerreros galos combatiendo en Alesia que legionarios romanos en formación. El cruel destroza al iluso. El perverso al ingenuo. El cazador cobra la presa. Que a nadie le escandalice esta realidad natural: forma parte de nuestra identidad profunda, vestigio olvidado de la bestia que fuimos y aun somos.

En la hora de su nacimiento, al cuchillo lo apadrinó la atracción de lo oscuro. Lo oscuro que hay en todo lo que permanece oculto en el interior de la naturaleza. El dios Cuchillo le explicó al primer hombre que, para llegar al filo de lo infinito, para acercarse a la Luz, al reino de Aquel que todo lo abre, tendría que aprender a separar, pulir, romper, astillar, raspar, quemar y desgajar el alma de las cosas, de la materia. De los vegetales y de las bestias. De otros humanos rivales. Combatir, vencer y matar. Después, culminadas estas premisas, tendría que aprender a repartir con sus semejantes, sus iguales, a sumar mediante la división. El origen de nuestra civilización es un cuchillo que corta. Si los símbolos expresan realidades ocultas, no es casual que a la justicia de los hombres se la represente como una cariátide soportando una balanza y sujetando una espada. Con los ojos vendados pero sosteniendo un cuchillo largo. El cuchillo es la medida última del rasero que a nos hace a todos iguales ante la Ley.
De hecho, el dios oscuro ha marcado siempre el principio y el fin de las eras que ha conocido la humanidad: El origen y el fin de imperio romano se decidio en las hojas ensangrentadas de los guerreros. La caída de Bizancio y la conquista de América se concretaron en los filos de las espadas. La guillotina en Francia y la espada del verdugo en Inglaterra cercenando cuellos soberanos marcaron el inicio de la modernidad. No menos afiladas que la hoja de una guillotina eran las mentes que lograron cortar el átomo para que entráramos en la era actual. Los fedayin que estrellaron los aviones contra las torres gemelas iban armados con simples cuchillos afilados. Afilados como machetes que emplearon los hutus balamayanga para perpetrar el último gran genocidio que contemplamos impasibles desde Occidente.

Un millón de años antes, el dios Cuchillo le explicó al primer ser humano que en cada una de las partes estaba el Todo. El dios Cuchillo le transmitió sus primeros rudimentos matemáticos. Una lógica sangrienta de la supervivencia. Una astronomía singular en la que él sería el centro del universo. Su primera y cruel lección de física aplicada. Las claves de una biología demencial: gracias a él descubrió que sin piel no hay animal. Que sin el animal y sin la piel del animal, él y su tribu no podrían soportar los rigores del invierno, ni desalojar al oso de su caverna, ni podrían habitar enfundados en sus pieles curtidas el alma de las presas, para respetar el orden que emanaba del Todo. Ni acercarse camuflados a otras presas para darles muerte y poblar de humanos el mundo entero. El filo del cuchillo le enseñó a dominar la naturaleza, a ser consciente de su eterna mortalidad, a moverse en una dirección, en vez de limitarse a aullar a la luz de la Luna llena. El mensajero oscuro le enseñó a matar y a morir sabiendo que era inmortal.

Y así fue como pasó de presa a depredador aquel gran mono que aullaba a la Luna. Prosperó. Pequeñas diferencias que marcan grandes detalles. Una vez instalado en el territorio sagrado del dios Cuchillo, cuando fue consciente de que con la vida venía la muerte, se le aparecieron nuevas divinidades, que tardaron milenios en presentarse ante él. La lanza: el cuchillo vertical. Revolución circular del filo que se concentra en la punta donde se reúnen dos aristas que cortan. Lanzas que apuntan a las estrellas o al corazón del mamut y del león dientes de sable. El hacha, un cuchillo contundente de filo singular o dual que multiplica su corte con la fuerza del brazo. Símbolo fascista. Como sucede con la azagaya, antepasada del arco, que es lanza cuya punzada queda multiplicada por la extensión del brazo y el hombro. Símbolo falangista cuando viene acompañado de la opresión, que simboliza el yugo. El martillo, el anticuchillo, que concentra en un plano lo que aquél divide. Símbolo comunista acompañado de la hoz, hermana menor de la guadaña, el símbolo de la muerte. El arpón: cuchillo vertical que no tiene vuelta atrás, porque entra y ya no sale por donde entró. El anzuelo, versión paciente y a escala reducida del anterior. El arco y la flecha, inseparables y complementarios; síntesis de azagaya y lanza, pues ese pequeño cuchillo dual, que es la flecha, se clava cortando, desgarrando. La sierra, un cuchillo dentado que corta por contumacia. El buril, cuchillo que abre y vacía. El escoplo, el cuchillo de esculpir. La cuña, el cuchillo en simbiosis con el martillo. La barrena y el berbiquí, cuchillos circulares que perforan la materia en un rito espiral. La tenaza y la tijera, dos cuchillos articulados en torno a un eje fijo que permite multiplicar su poder mediante palanca.

Al amparo del dios cortante, la humanidad descubrió también el alfiler y la aguja; dioses menores encerrados en sí mismos y destinados a unir, siquiera provisionalmente, lo que el dios afilado cortó para siempre. Y el peine, que es un cuchillo invertido compuesto por muchas lanzas pequeñas dispuestas para cuidar de las cosas delicadas. Para separar el parásito del cabello, el excremento mórbido del humano inmortal y para diferenciar lo masculino de lo femenino. Primera encarnación simbólica del cáliz contrapuesto a la espada, ese cuchillo largo. Seguramente fuera femenino el ser humano que los descubrió y perfeccionó; hembra tenía que ser la que invirtiera los términos primordiales de aquel feroz dios primigenio, consagrado y venerado por el varón, si nos atenemos a los mitos fundacionales de las religiones indoeuropeas: Eva, Pandora, Fátima. Los generosos rasgos de la venus de Wilendorf no se entienden sin la aportación nutricional del dios cortante en la mano del cazador. La prosperidad basada en la complementariedad hombre-mujer y originada por la contraposición de ambos términos fue la segunda Ley natural que se derivó de aquel acuerdo entre los monos erguidos y su nuevo dios: la espada simboliza el falo y al sexo femenino le dedica la gente vulgar el calificativo de ‘raja’, pero también, entre los poetas más exquisitos, se habla de ‘herida luminosa’.

La entrada del dios cortante desencadenó inusitadas formas de relación entre homínidos. El cuchillo no sólo multiplicó su capacidad nutricional, también hizo posible el reparto de bienes entre el colectivo. Propició en él el habla, hija interior del cuchillo, fue el arma de doble filo que precipitó la entrada del hombre en el universo. Posibilitó la división de tareas. Poseer y compartir. Organizar una transhumancia ordenada. La mezcla de individuos de distintas latitudes, de distintas tribus. El primer mestizaje enriquecedor. El primer vestigio de conciencia de la propia mortalidad, un esbozo de religión. Las primeras ideas abstractas en el cerebro de una bestia. Ceremonias, entierros, chamanes, la aparición del estamento sacerdotal.

Y así fue como se despertó en el hombre la soberbia asociada a su nueva condición de elegido divino; y animado por el contrato silencioso sellado con este su primer dios, cometió su primer pecado: la soberbia. Sólo entonces el homo sapiens se atrevió a dar nombres a otros dioses. Con el cuchillo cortó ramas secas y pudo alimentar ascuas ardientes y dominar el fuego. Reunidos alrededor del fuego empezaron a dar nombres a las cosas y a los dioses que emanaban de las cosas. Acaso la chispa de pedernal que encendió las hojas secas circundantes surgiera durante la ceremonia de creación de una lasca de sílex. Antes, claro está, el homínido había aprendido a temer y obedecer al fuego, espíritu intratable, que todo lo devora. Que no dejaba sino muerte y destrucción a su paso pero que, como el filo, trae vida y calor al espacio humano. El dios del fuego vino del filo y habitó su mente, la iluminó.

Y de la idea conjugada con ese cuchillo interior nació el lenguaje hablado, antesala de la escritura, del verbo y de lo sagrado. El habla consiste, al fin y al cabo, en una penosa labor de corte especializado, ejercido mediante inspiraciones, proyecciones y cercenamientos sobre balbuceos, gruñidos y estertores animales. El habla es esa escultura fugaz producida mediante el empleo del aire necesario órganos concretos: domesticación del aire que respiramos. Melodía de afilador compuesta de fonemas silbantes y cortantes: estómago, garganta, dientes, lengua, paladar, nariz. Antes de la aparición de dios cortante el homínido balbuceaba, gritaba y aullaba. Gruñía con intención agresiva para atemorizar a sus semejantes. Pero sin herramientas, sin armas, sus manos le servían de poco frente a las garras de las fieras o la velocidad de las patas en los antílopes. El arma sagrada justificó para siempre su postura erguida. Le abrió las puertas al habla y al fuego, columnas centrales de la civilización.

El mito de Prometeo, tan querido de los anarquistas, es pura falacia. El fuego, llama sagrada, significa destrucción, aflicción de la forma. Entropía. Busquemos la fuente de la verdad en los mitos. El dios menor Proteo era poliforme. No tenía forma propia y podía adoptar cualquiera de ellas. Como la materia, como la energía, como los sueños. Para los cabalistas, la sílaba egoísta ‘me’ intercalada entre las dos sílabas del nombre de aquel dios menor, inaprensible, le conferiría identidad humana al mito titánico. No hubo titanes antes de que los hombres inventaran a los dioses: un simple hombre fue aquel titán. Prometeo: yo soy el que domina la forma. El cuchillo y no el fuego, dio forma humana al mundo animal, al mundo de las cosas, al mundo conocido. El hombre dominó el fuego afilando un cuchillo. Cualquier naúfrago os contará que la cosa más preciada que un humano aislado puede desear es un cuchillo. Un preso os dirá lo mismo. Los solitarios, los afligidos, los abandonados pueden hablar con conocimiento de causa de lo realmente necesario. Después vino el fuego. Fuego y cuchillo: los primeros dioses. Los que abrieron la caja de Pandora (las entrañas de la diosa Naturaleza) y permitieron al hombre domesticar el habla, y las bestias, y todo lo demás.

Y al dominar el fuego, se le aparecieron al hombre cosas maravillosas. La primera fue el cultivo de la tierra. Pues viendo como del terreno calcinado renacía la vida, los árboles y las frutas, quiso imitar al dios ardiente. Ser dios como él. Creó mundos. De las sombras que proyectaba el fuego domesticado –hijo del cuchillo- en la caverna se desprendió el primer simulacro. Un cinematógrafo primitivo, sombras chinescas. La República de Platón es, ante todo, simulacro. No es casual que los dragones de la virtud, los inquisidores, invocasen las virtudes del fuego purificador a la hora de quemar vivos a los herejes: sabían que, como ellos, el fuego miente, destruye, devasta, ignora, somete. Sobre la cruz se halla escrito el INRI: Ignis Natura Renovatur Integram (el fuego renueva a la naturaleza).

Y dominando el fuego y el cuchillo el humano se pudo establecer en un lugar preciso de la Tierra y cultivarla al amparo de los ciclos telúricos de la vida y la muerte. Y de ahí surgieron los primeros asentamientos, familias y tribus; casas y pueblos. Luego, con la agricultura y la ganadería, guerras territoriales mediante, prosperaron ciudades y reinos. Y los hombres descubrieron la rueda y la navegación para mejorar sus resultados en la guerra. Y de la guerra y de los saqueos, de la opresión y de la esclavitud, aparecieron los emporios comerciales. Y gracias al comercio se hizo más fácil y más breve –más económica- la guerra entre tribus y clanes. Entre pueblos y naciones. Entre tribus e imperios. Y las estacas se volvieron lanzas. Y los cuchillos, espadas. Y de las espadas, las abominables obras que conocemos y queremos olvidar. Invasiones, saqueos, violaciones, matanzas, esclavitud, terror y muertes. Oscuridad. Y con las primeras monedas, hechas con el mismo metal que posibilitaba la creación de armas afiladas y cortantes, de lanzas y espadas, pagaron los imperios a los primeros traidores.

Espadas. Los ‘Cuchillos largos’: así denominaban los indios americanos a los soldados azules que vinieron a exterminarlos para robarles la tierra. Un cuchillo largo sostiene en su mano el oficial al mando de un pelotón de fusilamiento, porque cuchillos largos son a fin de cuentas todas las espadas. Pues una espada, por mucha atracción que ejerza su imagen en las mentes masculinas e infantiles como sustituto del falo paterno, no es sino un cuchillo largo desprovisto de las cualidades industriales de éste: algo que sólo sirve para matar. O para imponer el temor que se deriva del miedo al dolor y a la muerte. Para infundir terror o también para la práctica deportiva, que es otra forma de locura comúnmente aceptada, incentivada, idolatrada desde tiempos antiguos. Las medallas deportivas recuerdan demasiado a las monedas que sirvieron para pagar a los traidores. Cuerpos sometidos al terror y a la muerte para una efímera gloria, por vanidad.

La espada no fue la última metamorfosis del cuchillo primigenio. También está la llave. ¿Qué es una llave sino un cuchillo que separa discrecionalmente lo que está dentro de lo que está fuera? Instrumento que corta lo exterior de lo interior y viceversa. No es casual que los ladrones denominen ‘espada’ a la ganzúa que les abre el camino hacia el cofre del burgués. Al igual que cortan y separan la ‘llaves del paraíso’ en las manos del gran padre blanco que vive en Roma. Que no es más que un cuchillo que delimita la línea que separa la Tierra del Reino de los Cielos. La ‘llave del paraíso’ custodiada por un santo varón que fue mortal, San Pedro. Que negó tres veces a Dios antes de convertirse en la piedra angular que sostiene la bóveda de la iglesia: ¿el guardián de la llave del Paraíso? un traidor, un renegado. Guardían del cuchillo gigantesco que separa a justos de pecadores, a fieles de infieles, a buenos de malos. Conviene que los humanos empiecen a leer entre líneas esas ‘sagradas escrituras’. Que descubran verdades entre sus versículos y sus dogmas, entre tantos silencios clamorosos y demasiadas parábolas confusas, las gigantescas mentiras expelidas por ese extraordinario instrumento de opresión y dolor, la iglesia católica, apostólica y romana. Estructura colosal de infringimiento y de muerte tan sólidamente edificada para beneficio de pérfidos por esclavos sumisos para solaz de poderosos por los siglos de los siglos. Amén.

Pero antes de ser todopoderoso y enviarlo a habitar los cielos o de hacerlo residir en las cosas que no comprendía, el primer dios de los hombres cabía en la palma de su mano. Imponía el respeto de sus iguales y le confería majestad, esa forma de divinidad terrena. Imposible imaginarnos a Tarzán sin cuchillo. Sí que podemos visualizarlo desprovisto de taparrabos. A fin de cuentas, el taparrabos es para el rey de los monos un accesorio prescindible, no así el cuchillo. La principal función del taparrabos no es la de ocultar los atributos viriles del Rey de los monos, sino la de sujetar su cuchillo, ostentoso atributo viril, y mantenerlo a su alcance, junto a su mano derecha y junto a su sexo, formando un trío invencible. Póquer de ases cuando la cabeza está coronada por la inteligencia. Los atributos del soberano son la corona y la espada.

El trono y el armiño son accesorios muy posteriores y su empleo denota decadencia, abulia y sedentarismo en la realeza: la corte de aduladores, el banquete de notables, el cobro de tributos a poblaciones sometidas, las chanzas del bufón. Los cuellos de los primeros monarcas se distinguían por su poderosa estructura capaz de sostener erguida la testa coronada, no por su envoltorio. Lo mismo que sus regias posaderas: sólidas, dispuestas a cabalgar y combatir al frente de sus iguales, primus inter pares. Sólo con la decadencia apareció el simulacro, la prótesis, la parafernalia. El cetro de los reyes es una simple prótesis divina. Simulacro patético del dedo de Dios Padre Todopoderoso, una vez superada la etapa de disuasión que le otorgara al soberano su espada, el cuchillo largo.

En el cuchillo están la luz, la flor y el alma pero nadie quiere deberle nada al ángel oscuro. Es éste otro tabú generalizado en la sociedad occidental y denota infinita ingratitud, perfidia, fariseísmo. Andy Warhol provoca escándalo en la sociedad bienpensante cuando exhibe y vende sus cuadros de cuchillos y pistolas, a muy buen precio, por cierto. Hay algo telúrico en el filo que nos angustia, porque nos han imbuido la idea de que somos hijos mortales del dios padre todopoderoso. No sucede lo mismo en Oriente. Los samuráis y los ninjas que tanta admiración suscitan en nuestros adolescentes veneran el filo de la espada como frontera que une y separa los dos mundos (los de la vida y de la muerte) y también como puerta de acceso a otros mundos sagrados, territorios reservados a la divinidad, al dios afilado.

Un cristo con los brazos en cruz, como una espada invertida, preside la ciudad donde se desarrolla la mayor parte de este relato. Visible desde todos los rincones de la ciudad, su omnipresencia contrasta con la clamorosa ausencia del verdadero protagonista de aquella escena: Satán, el ángel oscuro, al que se atribuyen las palabras de la tentación: Tibi Dabo (yo te daré).

Marzo de 2008 ©

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